Las mujeres, los feminismos y la revolución

    Escritor por J. Miguel Vargas Rosas

    «Tenemos al lado un resplandor más dulce y un misterio mayor: la mujer»; sentenciaba el viejo Víctor Hugo y lógicamente el adjetivo de «dulzura» que le acuña a la mujer no es sino la continuidad de los adjetivos de inferioridad que solían ponerle los señores burgueses a las mujeres, y por ello mismo les resulta un «misterio mayor». Sabemos que, así como Víctor Hugo soñaba con que el capitalismo se iría mejorando con el paso del tiempo en unión con la iglesia católica, el mismo capitalismo había dejado de lado todos sus principios revolucionarios, los cuales cayeron en simples arengas huecas y mucho tenía que ver la religión católica en que esto fuera así. Todo lo que vaticinaba Hugo a través de su literatura romántica quedaba muy lejos de realizarse, pues el patriarcado es el cimiento tanto del sistema capitalista como de la religión —católica, en este caso—, tanto es así que si se le suma la revaloración de postulados retrógrados de la iglesia católica a los postulados de J.J. Rosseau, precursor de la revolución francesa, tendremos que el capitalismo jamás pudo concretar la emancipación de la mujer en su totalidad; sin embargo, hay que reconocer que este sentó las bases para lograr dicho objetivo. 

Mariátegui, aplicando la dialéctica marxista a su época, opinaba al respecto: «Mas si la democracia burguesa no ha realizado el feminismo, ha creado involuntariamente las condiciones y las premisas morales y materiales de su realización. La ha valorizado como elemento productor, como factor económico, al hacer de su trabajo un uso cada día más extenso y más intenso».  Por tanto, el capitalismo tiene el mérito de introducir a la mujer en el proceso de producción, tal como describiera Marx en varios de sus trabajos económicos encabezados por El capital. Aquí es donde la opresión contra la mujer es visceral, pues el objetivo primario del burgués es conseguir mayor plusvalía a través del plustrabajo y sosteniéndose en concepciones filosóficas anticuadas que conllevan a concepciones de producción anticientíficas, tratan de argumentar que la mujer produce menos que un varón obrero y por lo tanto la brecha salarial entre géneros debe ser abismal, aunque más adelante servirá también para poder reducir el valor de trabajo del obrero varón, a quien ponen en competencia ya no solo contra otros obreros, sino contra su propia familia: su mujer y sus hijos.

    En el siglo XX, la mujer en el Perú conseguirá el voto femenino y con ello su participación política en la sociedad, pero contrariamente a lo que se pensaba, esto no logra la emancipación total de la mujer, sino que la opresión de una u otra manera se sujeta a la cuestión de clase (recordemos que en 1956 por primera vez ocho mujeres son elegidas como diputadas). Además, en un país subdesarrollado como el Perú, que aún vivía la semifeudalidad, la mujer —ese ser “dulce” de Víctor Hugo— sufría una terrible opresión pese a los saltos cualitativos en la consecución de derechos femeninos; una opresión similar a la de la China anterior a la revolución, que Mao Tse-tung describiera de la siguiente manera: «En cuanto a las mujeres, además de estar sometidas a estos tres sistemas de autoridad, se encuentran dominadas por los hombres (la autoridad marital). Estas cuatro formas de autoridad —política, del clan, religiosa y marital— encarnan la ideología y el sistema feudal-patriarcales en su conjunto y son cuatro gruesas sagas que mantienen amarrado al pueblo» (Obras escogidas, T. 1) y Lenin, mucho antes que Mao, por su parte señalaba: «La obrera y la campesina son oprimidas por el capital, y además, incluso en las repúblicas burguesas más democráticas no tienen plenitud de derechos, ya que la ley les niega la igualdad con el hombre. Esto, en primer lugar, y en segundo lugar -lo que es más importante-, permanecen en la "esclavitud casera", son "esclavas del hogar", viven agobiadas por la labor más mezquina, más ingrata, más dura y más embrutecedora: la de la cocina y, en general, la de la economía doméstica familiar individual» (Pravda, N° 51). En el Perú se conserva aún la explotación “casera” de la mujer debido a que el país conserva grandes rasgos de semifeudalidad, además claro está que el capitalismo se sustenta en la subestimación de la mujer y de su rol en la sociedad. Otro factor de suma importancia es el sistema educativo —y con sistema educativo nos referimos no solo a las escuelas, sino a toda la educación indirecta y no oficial que posee el sistema capitalista— que busca la enajenación de la mujer para convertirla en otra mercancía más, no solo como fuerza de trabajo, sino también como cuerpo y espíritu completo —en esto coadyuvaron incluso varias feministas que decían ser seguidoras de la revolución rusa. 

Si bien es cierto que el capitalismo cede derechos a la mujer, la idiosincrasia del mismo no se modifica para nada. Entonces realiza esa cesión de derechos en base también a una lucha constante contra el triunfo de la revolución bolchevique y contra el nuevo sistema socialista que amenazaba al viejo mundo y que a su vez había emancipado a la mujer. Es precisamente ya desde mediados del siglo XX que se crea una bifurcación notoria en el movimiento feminista peruano —lógicamente en occidente se da antes y eso sin contar los movimientos de mujeres en los sistemas de producción anteriores al capitalismo—, tal como dijera Mariátegui: 

 «El feminismo tiene, necesariamente, varios colores, diversas tendencias. Se puede distinguir en el  feminismo tres tendencias fundamentales, tres colores sustantivos: feminismo burgués, feminismo pequeño-burgués y feminismo proletario. Cada uno de estos feminismos formula sus reivindicaciones de una manera distinta. La mujer burguesa solidariza su feminismo con el interés de la clase conservadora. La mujer proletaria consustancia su feminismo con la fe de las multitudes revolucionarias en la sociedad futura. La lucha de clases –hecho histórico y no aserción teórica- se refleja en el plano feminista. Las mujeres, como los hombres, son reaccionarias, centristas o revolucionarias. No pueden, por consiguiente, combatir juntas la misma batalla».

Por lo tanto, hay “feministas” quienes dicen que la lucha ha terminado; hay “feministas” que sentencian y proclaman que la emancipación se puede lograr dentro del sistema porque lo que queda por lograr son cosas tan simples; hay “feministas” que canturrean  con buena melodía que el problema es el varón —¡aniquilemos al varón!—; hay quienes manifiestan que la mujer debe de ser varón y mujer a la vez; y hay quienes en su lucha constante de clase, proclaman la libertad plena aboliendo la propiedad privada y asumiendo el poder junto a las clases trabajadoras (este feminismo es el revolucionario). 

Hay mujeres que asumen cargos políticos desde donde ayudan a oprimir a las mujeres obreras y campesinas (ejemplo actual son las congresistas y Dina Boluarte); hay mujeres que desde su estatus marginan y pisotean los derechos conseguidos en larga y dolorosa lucha por las mujeres; hay quienes son oprimidas en las minas, en las fábricas y en los campos; hay quienes viven en el desempleo total, lo que les obliga a sujetarse al poderío marital; hay quienes estando en el poder justifican la violencia física y psicológica contra mujeres de las clases más desamparadas. Esto no podría ser de otra forma ya que parafraseando a Mariátegui el sello de clase diferencia a los individuos más que el sexo. 

    Si tan solo nos asomamos a las cifras reveladas por los organismos oficiales de los gobiernos de turno, podemos obtener según la CDC Perú (noviembre, 2022) que de enero a octubre del 2022 los casos de violencia dentro del grupo familiar representan el 86% de las notificaciones a nivel nacional, de los cuales el 40.12% es contra mujeres adultas, y contra mujeres convivientes las cifras ascienden al 36, 16%, siendo las más afectadas las que no tienen empleo remunerado, pues la violencia contra estas constituyen el 72,15 %. Según el IPE la brecha de ingresos laborales en el país se incrementó de 19% en el 2020 al 25% en el 2021, lo cual a decir de nuestros fantásticos estudiosos de la economía, la brecha se mantiene o se ha incrementado un poco más en el 2023, señalando así que, si las mujeres ganan un promedio de 1,521, los varones perciben el sueldo de 2,038 (25.4% más que las mujeres) y ahí no queda el asunto, sino que las mujeres son relegadas sin una justificación objetiva a puestos de operarias o de cuidado o servicios, no permitiéndoles asumir cargos de “jefatura” —habría que señalar que estos análisis se da en el ambiente de la clase media—. Por otra parte, en América Latina la cifra de mujeres desempleadas ascendió en el 2022 a más de 4 millones, alcanzando poco más del 16% de tasa desempleo y la OIT ha manifestado que para el 2023 los puestos de trabajo no aumentarán más que en un 0,7% y a esto sumaremos que la brecha de género será abismal, puesto que según la propia OIT ya en el 2022 un 70% de trabajadores eran varones y tan solo un 46.5% eran mujeres, lo cual esperan mantener aunque lo más probable es que la brecha siga en crecimiento. 

    ¿Cómo puede un sistema que subestima la capacidad de la mujer y a la vez la convierte en una mercancía más que le trae ganancia y a la cual le conviene rebajar su capacidad para obtener mayor plusvalía, eliminar la opresión de la mujer? 


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