A 9,6 kilómetros


     Escribe: J. Miguel Vargas Rosas

    Aún puedo recordar las imágenes de un noticiario que mostraba la isla El Frontón poco después del develamiento del motín ocurrido en la prisión de dicho lugar; imágenes que se tornaron más portentosas cuando arribamos a la isla. Los cuerpos tendidos boca abajo en medio de la humareda que se desprendía de las pocas llamas de fuego que aún ardían; el sol inmisericorde iluminando con ribetes de oscuridad lúgubre y desolación; soldados sujetando sus armas; y helicópteros volando en distintas direcciones; la infraestructura del llamado Pabellón Azul transformada en escombros. Más de veinte años después, solo una colonia de gaviotas puebla el lugar acompañada del fantasma del abandono que recorre la tierra árida. 

    Juan miró el lente de la cámara que yo sostenía en la diestra, mucho antes de realizar aquella visita a la isla —sin él— en la estrechez de un mini departamento en un recóndito lugar de la avenida Perú. Juan había sido detenido y recluido en dicha isla en noviembre de 1985 aproximadamente, y encontró una prisión que más parecía comunidad en progreso. Para entonces, todos los subversivos se habían organizado en un solo pabellón: el pabellón Azul. Mientras en otras prisiones los reos padecían de desnutrición, tuberculosis y sobrevivían en condiciones infrahumanas, los militantes del PCP-Sendero Luminoso lograron organizarse de una manera diferente: hasta ese año habían forjado una escuela en el pabellón Azul; crearon a través del trabajo mancomunado patios y espacios de recreación artístico-cultural; y habían diversificado los trabajos según la capacidad de cada quien. Todo estaba mínimamente equilibrado con la férrea disciplina. 

    Cuando Juan arribó al reclusorio, los subversivos contaban con seis delegados. Él los recuerda y los menciona uno a uno: Chowlón Gasco, Gustavo, Willy, Oswaldo, Mario Tulich e Ignacio, quienes eran los encargados de tramitar y dialogar con los elementos de la policía sobre distintas necesidades, como por ejemplo el permiso para el ingreso de alimentos o agua dulce que traían los familiares. No obstante, a quien recordó más por su valentía en el momento de su muerte es a Alejandro, cuya identidad en sí siempre fue una incógnita. Otros sobrevivientes también comentan y hablan sobre el llamado camarada o compañero Alejandro, pero pocos o nulos datos han podido proporcionar sobre el susodicho. 

    Grupos de prisioneros rotaban para ir a pescar en las mañanas; todos desayunaban a las siete y a las ocho salían a trabajar. Estos trabajos eran diversos y entre tantos destacaban el tallado de piedras y tejido de canastas; por otro lado, los poetas se recluían a hacer poesía y los músicos arreglaban los instrumentos musicales y componían canciones. El objetivo, según cuenta Juan, era autoabastecerse. Los productos eran llevados a la ciudad por los familiares. Lo que no narra Juan  es que, mucho antes de que llegara el tal Alejandro, la dirigencia del PCP-SL en el pabellón Azul era inflexible y no comprendía adecuadamente la necesidad de diversificar el trabajo según la capacidad de cada uno. Un ejemplo clave fue la situación de José Valdivia Domínguez, JOVALDO, a quien le prohibían escribir y le exigían hacer trabajos manuales; motivo por el cual, el joven poeta cuestionaba a la dirigencia ya que no le dejaban hacer lo que él creía que podía hacer bien: poesía. Todo aquello dio un vuelco desde la llegada de Alejandro. 

    Disparo la cámara y capto puntos que creo interesantes; luego, hago tomas panorámicas; grabo todo lo que puedo y pienso en lo acaecido en ese rincón del mundo, a 9,6 kilómetros de la ciudad. El sudor empapa la camiseta que llevo puesta; el sol junto a la brisa marina cargada de sal quema insoportablemente. En mis auriculares suena “Plegaria de amor” de un grupo o cantante llamado JOBALDO a quien encontré en Youtube indagando sobre el poeta popular JOVALDO. 

    — ¿Qué pasa, doctor? —Pregunta de súbito un compañero de expedición. 

    — Nada… solo pienso… Pienso cómo resistieron casi dos días frente a las ráfagas de metralletas y detonaciones. 

    — No fue fácil, cholo —comenta mi interlocutor— Hay que tener bastantes agallas y temple para enfrentarse en medio de la nada. 

    Estamos de pie en el muelle que ha sido carcomido por el paso inexorable del tiempo y la impasibilidad del olvido. Más allá, en donde fuera el pabellón Azul, las ruinas que antaño fueron paredes lucen perforaciones de grandes dimensiones con los bordes tiznados (provocados por las bombas y cañonazos); en estas mismas paredes se puede observar una especie de inscripción con caligrafía gruesa pero borrada, seguramente por los guardias. Hacia un lado de estas ruinas, en de las caras de la torre de vigilancia, se distingue el símbolo de la hoz y el martillo gigantesco que la Comisión de la Verdad y Reconciliación muestra en alguna de sus fotografías a blanco y negro; más atrás, sobre las protuberancias de tierra, un tanque de agua posee todavía la retahíla de hoyos provocada por las balas de ametralladoras.

    — Debieron estar recontra concientizados —murmuro. 

    — Sin duda… 

    Cito mentalmente una frase de Aristóteles en Eudemo: «Hay muchas cosas que no producen placer ni dolor, o que, si proporcionan placer es un placer vergonzoso y tal, que valdría más no existir…». En este momento no siento placer, sino un dolor nostálgico que va horadando mi conciencia.  No obstante, me asaltan los días de visita en el 85 y parte del 86 en esa misma isla. Juan nos había contado que formaban dos filas en el patio con la bandera roja adelante, para recibir a los visitantes y después compartían con los familiares al estilo de las comunidades alto andinas. 

    El sábado 14 de junio de 1986 se realizó el último día de visita, según manifiesta Juan. Como cualquier otro día, los que purgaban prisión acusados de senderistas formaron dos filas en el patio para recibir a los visitantes cuya cantidad había aumentado y en cifras ascendía a más de 120 familiares. «De repente el 80% de los familiares no sabían lo que iba a pasar: que era el último día de visitas»; narró nuestro entrevistado, dejando entrever que un grupo reducido de familiares sí conocía sobre las pretensiones de amotinamiento, aunque ignoraban el día y la hora exacta. Esto hizo que algunos prisioneros, cargados de una premonición luctuosa, entregaran a sus familiares recuerdos que jamás se borrarían: cartas, bufandas, trabajos en piedra y otros objetos que a simple vista parecen insignificantes, pero resultan ser los más valiosos. Juan no le había comentado nada a su esposa, así que trató de despedirse con toda la normalidad posible, pese a que por dentro le carcomía la tristeza y la posibilidad de no volverla a ver jamás. 

    Pero, ¿por qué pensaban tomar el pabellón Azul? El gobierno de Alan García había decidido desalojarlos y trasladarlos a otras prisiones bajo el supuesto de que desde El Frontón salían directivas de acciones militares senderistas, pero ante al análisis de los encarcelados que había deducido en base a los informes de los periódicos, el gobierno estaba preparándose para liquidarlos. 

    En la mañana del 18 de junio de 1986, Juan repartía agua en el depósito cuando de pronto escuchó el grito: «Puka». Él emergió hacia el pabellón, desde donde a través de las rejas de cemento observó que la lora, que tenían en una jaula, se alborotaba, y luego se percató que sus compañeros habían tomado a tres policías como rehenes. Los demás elementos policiales abrieron fuego mientras huían despavoridos. Cuando entraron al pabellón, los subversivos que llevaban consigo a los rehenes se dieron cuenta que uno de los policías estaba herido en la pierna y lo tendieron en una cama; acto seguido, pidieron un voluntario para donarle sangre y fue Toni “grande” quien se ofreció presuroso, e hicieron la transfusión a través de una sonda. Tras cocer la herida del policía, le dieron de desayunar junto a los otros dos.

    Hubo una quietud tensa después de aquello. Incluso, imágenes de noticiarios muestran a las autoridades del penal y comisionados de paz pidiéndoles, a través de un megáfono, que depongan su actitud y que no desean derramamiento de sangre, mas la respuesta de los subversivos fue precisa: era imposible que ellos desde adentro causaran derramamiento de sangre porque no tenían armas y que les harían llegar un pliego de reclamos. Este pliego nunca fue recibido por las autoridades que invocaban a renunciar el amotinamiento.  Para entonces habían arribado a la isla más republicanos (policías) como refuerzos para disolver la toma del pabellón. Desde el muelle observo meticulosamente  el punto donde se ubicaron los elementos pacificadores a hablarles con megáfono. Ya no hay rejas de cemento ni de fierros, solo hay construcciones desplomadas, agujeros de tierra y piedra, nidos de aves, excremento de gaviotas, acompañados del murmullo apacible de las olas del mar. 

    Para las seis de la tarde más o menos, llegaron marinos a la isla y se ubicaron estratégicamente. Habían rodeado el pabellón y colocado una ametralladora en el tanque de agua, ubicado en la parte trasera del pabellón sobre las gibas de tierra. Por otro lado, los subversivos habían creado zanjas que servirían como trincheras donde podían resguardarse en caso de bombardeos, según Juan. Al promediar las ocho la primera ráfaga de balas estalló: la tupida balacera martilló la infraestructura del pabellón Azul, por lo cual los subversivos resguardaron a los rehenes y los reclusos se tiraron boca abajo. Al cabo de unos minutos la lluvia de balas se detuvo y en seguida una fuerte explosión remeció la isla; una luz ambarina iluminó la penumbra de la noche; desperezó la apacibilidad del mar. Media hora bombardearon el pabellón Azul, dejando como saldo siete prisioneros muertos. 

    Paulatinamente los prisioneros que se hallaban en puestos claves fueron muertos o heridos de muerte y otros desaparecieron misteriosamente. Caso claro fue el de Santiago, quien se encontraba apostado en el depósito de agua, desde donde informaba sobre la situación en ese lugar y después de un tiempo no lo hallaron más. Los cadáveres estaban regados en el suelo, la puerta principal ya no funcionaba, había ladrillos amontonados. Casi ya en la madrugada, la Marina de Guerra del Perú empezó a disparar instalazas que perforaban las paredes. Vuelvo hacia lo que otrora fuera el pabellón Azul y veo por enésima vez los orificios posiblemente causados por dichas instalazas. Juan confesó que por el lado de los reclusos habían decomisado una UZI a uno de los rehenes pero que esta no disparó un solo tiro debido a que estaba atascada. 

A la una de la mañana volvieron a bombardear y el techo del segundo piso se desplomó como una rampa, aplastó a uno de los amotinados que no dejó de gritar hasta que la muerte lo silenció para siempre. Juan se acercó a Juan Cisneros, compañero suyo, que tendido en el suelo. Las balas les rozaban las orejas, las piernas y los brazos, por lo que él le dijo: «No te muevas, quédate ahí». Ellos mismos habían apagado las luces para que desde afuera los marinos no pudieran ubicarlos. Después, Juan subió hacia el segundo piso, donde halló a otros compañeros. «¿Tú quién eres?»; le preguntaron ya que a causa de la oscuridad no lo pudieron reconocer . «Soy Juan, compañero». Una vez identificado, conversaron con él: «¿Qué hacías abajo? Allá ya no hay paredes ni nada para protegernos. Ven, siéntate a un costado». El tiempo era un simple artilugio imperceptible que ya no podía controlarse; impasible como las aguas de un río que desborda su cauce, avanzaba con paso de gigante. Ya solo había escombros, cuerpos inanimados, y ese reducido grupo en el segundo piso que logró armar un lanzallamas casero para evitar que los marinos o la guardia republicana tomara por completo el pabellón. Mientras tanto, los atacantes del exterior arrojaban bengalas para iluminar y disparar con certeza a sus víctimas. 

    El grupo reducido de Juan resistió hasta el último momento. Entre ellos se hallaba Alejandro. Poco tiempo después, "el gringo" sacó un arma por las rejas y disparó, impactando a un guardia en la cabeza, por lo que los elementos policiales gritaron y se alejaron despavoridos. Lo que les quedaba era jugar psicológicamente en contra los marinos y la guardia, replicó Juan. Las fuerzas armadas no se atrevieron a entrar ya que creían o imaginaban que los que sobrevivían estaban fuertemente armados, por lo cual se limitaban a gritar de rato en rato: «Ahí está, ahí está, mátalo»; y después de ejecutar disparos volvían a abandonar el pabellón. En medio del bullicio, después de un largo tiempo de permanencia, escucharon arengas al otro extremo del segundo piso. Indagaron quiénes eran y dieron nombres tales como Ángel y Daniel, a quienes les pidieron se trasladasen a donde estaban, pero como todo se hallaba bloqueado por los escombros, se arriesgaron a cruzar a través de una perforación de instalaza. Sin embargo, el grupo de Juan oyó al instante un grito desgarrador. «Me han volado las manos»; aulló uno de los que estaban del otro lado. Les insistieron en que cruzasen para guarecerse del ataque, pero estos decidieron «poner pecho a las balas». Lo último que escucharon fue que uno de ellos gritó: «¿Quieren matarme? ¡Aquí estoy!, ¡no les tengo miedo!, ¡Viva el presidente Gonzalo!»; una ráfaga lo acalló. 

    Después, desde el exterior les arrojaron una granada por alguna perforación en la pared. El huancavelicano, como lo conoció Juan, tomó la granada ágilmente y lo arrojó al exterior. Alejandro al ver tal osadía, instó a los demás que hicieran lo mismo y esto acataron hasta que de pronto el huancavelicano cogió una granada y al ver que ya no podía arrojarla la aplastó con su cuerpo y explotó, cercenándole el abdomen. Juan recordó en esas circunstancias a otros compañeros sin piernas ni brazos que aún respiraban a su lado y recordó al delegado Oswaldo herido de muerte. «Creo que aquí no más ya quedaremos»; le dijo a su hermano quien también tenía esquirlas en todo el cuerpo. «No…—habló fatigado— hay que tener valor, compañero»; en breve una nueva explosión expulsó a Juan hacia el fondo y al reaccionar oyó un chirrido ensordecedor en sus tímpanos. Estaba vivo; sus demás compañeros le tomaron las manos y vitorearon a los muertos. 

    Después de una permanencia que se hacía larga, Alejandro empezó a entonar La internacional y los demás sobrevivientes lo imitaron. Voces temblorosas, el rugir del mar, algunas detonaciones dispersas afuera. Fue el propio Alejandro quien les había manifestado que el gobierno y las fuerzas armadas querían mantener vivos a los delegados para torturarlos y hacerlos hablar, mas él no estaba dispuesto a salir con vida; pondría “el pecho a las balas”. Los militantes como Juan debían sobrevivir para que contasen lo que en verdad ocurrió ahí dentro. «Hemos cumplido con la resistencia, camaradas», afirmó antes de incorporarse y salir del escondrijo donde se encontraban. Alejandro y otros tres salieron del pabellón entonando La internacional, alzaron el pecho y una lluvia de balas los aplacó. 

    Trato de ubicar sus posibles posiciones, pero es imposible hallarlos sin el propio Juan. El sol atiza nuestros cuerpos; una lagartija se pasea entre las rocas y los concretos despedazados. Las aves se posan en los restos de columnas de fierro y concreto, las gaviotas no dejan de graznar, las avecillas surcan el firmamento, los oleajes del mar acarician las orillas del lugar y solo la soledad omnímoda de la tarde.


 


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