Mi lectura del libro de cuentos "Hijos de la iglesia"

    Escribe Julio Carmona

     Hace pocos días, recibí el libro titulado “Hijos de la iglesia”, del escritor Miguel Vargas Rosas (aunque eufónicamente lo sugiera, él no tiene nada que ver con el otro Vargas). He leído el libro, en principio, porque me une a su autor una sincera amistad (y comunidad de ideas). Es más, él con mucha generosidad ha opinado (con franqueza sobre algunos textos míos). Y este hecho hace que me sienta impedido de escribir algo sobre el suyo. Pues puede pensarse que estamos haciendo (algo que a ambos nos repugna): la mutua-condecoración, como suelen hacer los de la otra orilla. Pero, aunque se crea lo contrario, no voy a elogiarlo, sino a combinar la censura con la sugerencia. 

    Los comentaristas que asumimos la visión realista (dejada de herencia por J.C. Mariátegui y César Vallejo) no nos detenemos en el análisis de la forma para demostrar que el libro está bien escrito, porque de no ser así, tampoco tendríamos nada que decir sobre el contenido, ya que —como decía Marx— toda forma lo es de su contenido. Y en este caso, el contenido tiene un referente que le da autoridad para ser aceptado: la narrativa terrorífica (¡no terrorista!) de Edgar Allan Poe, que, en los últimos tiempos ha dado en proliferar. Y esta es una de las reconvenciones a Miguel, pues ya como que atosiga el tema. Pero en el caso de “Hijos de la iglesia” hay una justificación, porque —sin que haya una aclaración en el libro— el título mismo lo hace. Ya que las peripecias que se narran en los cuatro cuentos (como bien lo explica Gimena Vartu en su apreciación de la contratapa) “nos sumergen en los espeluznantes abismos del terror. Fantasmas, apariciones demoniacas, almas en pena buscando venganza, etc.”, tienen que ver o son producto de la influencia religiosa. El temor a la muerte inculcado por la religión, conduce a pensar que después de ella, viene el juzgamiento, del que nadie se salva, porque como dice la canción de Emmanuel: “… y mi carne es débil / mi cuerpo es tan débil / y lo olvido todo…”, las “tentaciones” que asolan a los feligreses, los saturan de pecado, y este (entre otros factores) da como resultado la impregnación en la mente de endriagos que causan desequilibrios psíquicos. Pero no se olvide lo dicho: que son ficciones que “asolan a los feligreses”, a esos “hijos de la iglesia” que, desde niños, han sido introducidos en ese mundo fantasmal que es la religión. No es, pues, gratuito el título. Es un símbolo que, tal vez, algunos lectores lo consideren incongruente, después de leído el libro. Y yo no quiero influir en su lectura. Solo quiero reivindicarme ante la opinión del autor, respecto de mi opinión primera: lo socorrido del tema. Pero, viéndolo desde esa perspectiva, es como que está retomando la idea primigenia de Cervantes, con su Quijote, de querer acabar con las novelas de caballerías que proliferaban en su época. Ojalá el resultado de la lectura del libro de Miguel Vargas sea que aquellos “hijos de la iglesia” que se sientan presionados por ella, lleguen a considerarla como su madrastra. Y que los fantasmas de la religión dejen de influir en los narradores de cuentos de terror.

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