El lobo rojo y la caperucita feroz

 Escrito por J. Miguel Vargas Rosas

Sé que mi historia será difícil de creer. 

Es cierto, devoré a esa niña de caperuza, pero no fue porque me guste comer. Era muy pequeño cuando todo aconteció. El abuelo de aquella niña, a nuestra caravana llegó. Mamá aulló y el hombre aquel, sin piedad contra mi padre disparó. Esto permitió a mamá huir por entre las alturas junto a nosotros que no dejamos de oír su llanto conjugado con el silbido del viento  helado. 

Años más tarde, el padre de la niña hasta nuestro espacio arribó. Escopeta en mano, fingió  entre el rebaño marchar. Yo jugaba con mis hermanos, apartados de mamá, cuando de pronto su aullido entrecortado logramos escuchar. Al buscarla, ella ya solo era ausencia. Y las persecuciones por parte de la familia de aquella niña, se realizaban con mayor frecuencia. 

Logramos escapar, mis hermanos y yo de la civilización y a una manada de lobos, llegamos, donde nos contó el anciano guía, que los hombres mataban a sus coetáneos, para después, sin piedad, la piel arrancarles, echando los cuerpos al fuego ardiente donde los devoraba la crepitante candela. Nosotros, boquiabiertos, con la fría sombra del terror en los ojos, escuchamos tales escalofriantes relatos y en mis padres pensé, a quienes dos horas después en una pesadilla soñé. Desperté aullando de pavor, y corrí...corrí...corrí cuan lejos pude, para lágrimas derramar por la memoria de tan jóvenes padres, y juré vengar sus muertes, dándole a la familia de aquellos cazadores y sus congéneres una trágica muerte, para que todos nos recuerden. 

Fuimos creciendo; sin embargo, un día, dos hermanos míos desaparecieron y jamás a nuestra manada volvieron. Mientras tanto, yo iba constantemente a espiar la vivienda de los cazadores, que vendían la piel de nuestra tribu en los mercados de humanos. Una tarde, me enamoré profundamente de una lobuna hermosa, de ojos verdes y cuya ternura me incitaba a verle a diario. El amor, correspondido fue y sin descanso nos amamos, hasta que de ella dos retoños emergieron. Del terror humano me había olvidado gracias a su amor que retoñaba como grisácea flor. 

Una tarde, cuando juagaba con mis pequeños lobos, oímos el chasquido de mi amada, luego su aullido quejumbroso como si le hubiesen atravesado el corazón con una espada. "Quédense aquí"; ordené a mis críos y corrí, desesperado, llamándola, angustiado, pero no pude hallarla jamás. La rabia rebalsó mi alma, volví a mis ansias de venganza o más que eso, a mis deseos de justicia por mis padres, mis hermanos, por la amada. Así que volví a investigar y a espiar de entre los bosques a la familia de aquellos cazadores. El que a mi madre y amada había matado, tenía ya una hija con su esposa que feliz vivían y jugaban en la calzada del pueblo. Ahí supe que la niña, a visitar a su abuela iría e hilvané mi venganza, de esperarla a la vuelta de la casa de la anciana o comerme a esta para esperar a aquella niña que parecía enana. 

 Corrí entre las hojarascas y los arbustos del sombrío bosque, hasta que me encontré con la pequeña que cantando iba. La desvié por el camino más largo; ella hizo caso, mientras yo a la casa de la abuela me dirigía. No comí a la vieja porque me dio lástima, solo la até y en un viejo armario la escondí. Luego, me disfracé de ella, acobijándome con las frazadas y esperé a la niña que aunque tuve tristeza por su fatal destino, la comí, evitando masticarla por si la conciencia me remordía. 

Es falso que un leñador, la panza me abrió. Yo regurgité a la niña humana, pues creí que no tenía culpa alguna y fue ahí donde el sujeto aquel nos encontró, pues la niña no paraba de llorar. Entró a la casa, me lanzó el hacha que en mi pecho quedó clavada y mientras agonizo, habla con la abuela de la niña y saca cuentas de cuánto por mi piel le darán. Y mientras agonizo, y la visión se me nubla, pienso que fue mala idea el de la venganza personal; solo los lobos podrán justicia hacer, liberar a los lobos y cambiar su imagen de malvados o de tristes derrotados. 


    



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