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Escrito por: J. Miguel Vargas Rosas  


«Tal vez existan niños que aún no han comido carne de hombre»
Lu Sin 



        Roger observó a Agatha quitarse la ropa con sensualidad. Los senos se le agitaron; el rosa de sus pezones pareció encenderse aún más y el cuerpo esbelto se movía como una sierpe hipnotizadora. 

    — Hagamos el amor —le susurró ella, moviendo ligeramente la cadera y cruzando las piernas— Ven, Roger… Hagamos el amor. 

    El vientre desnudo de Agatha le provocó una erección incontrolable. Ella delineó una sonrisa malévola y él la imitó henchido de un morbo creciente. No obstante, al ver los pies desnudos de la mujer, a Roger le volvió a cegar la ira, porque ahí, en el suelo, yacían sus dos hijos tiesos y pálidos sobre un charco de sangre.  

    — Pero qué has hecho —le increpó con la voz quebrada, reculando algunos pasos— ¡Qué has hecho!   —los ojos se le anegaron de lágrimas. 

    — Solo estorbaban —sonrió la mujer al responder— Ahora somos tú y yo nuevamente, en la matriz, a punto de iniciarlo todo. 

    Roger, evadiendo la contestación, corrió desesperado y se postró ante sus hijos, manchándose los pantalones de sangre. 

    — ¿Estás loca? ¡La matriz pudo seguir creando vidas!, ¡creando mundos! —Bramó afónico, mientras giraba el rostro del niño y le acariciaba las mandíbulas— ¡Los has destruido!, ¡has destruido todo! —Volteó la cara de la niña y también le acarició las mejillas pálidas— Karla, Louis, respondan, respondan —colocó ambos rostros en su pecho ancho— Respondan, por favor… respondan… 

    Agrietado está el mundo y el espíritu humano, y por cada grieta penetra la locura o el infierno. 

    — Bah… te pondrás a llorar como una niñita… ¡Pobre cobarde! —Agatha recogió el vestido rojo, cubrió su vientre desnudo y echó a caminar hacia la puerta— ¿Me cubrirás al menos o deberé purgar prisión? 

    Roger basculó el cuerpo sobre las rodillas, dejando en el suelo los dos cadáveres infantiles, y miró enfurruñado a la escultural fémina que se había detenido en el umbral. 

    — ¡Maldita!, ¡voy a matarte!, ¡voy a matarte!

Se levantó, con las manos y el rostro untados de sangre. Caminó hacia el viejo ropero que estaba al lado de la cama; abrió el primer cajón de la derecha y extrajo de este una pistola calibre 35. Luego, tomó las balas con las cuales la recargó. 

— Cálmate, Roger —pidió ella, mirándolo con cierta frivolidad— La sociedad mata más niños que yo, que soy la matriz… Y mata mujeres, más que nosotros dos juntos. 

— ¡A ellos no!

         Roger le apuntó y ella ni se inmutó. 

        — ¿Serás la sociedad? 

        — ¡Me importa un puto carajo quién sea!

        Roger haló del gatillo y el cañón del arma explotó; la bala surcó el espacio e impactó contra el marco de la puerta, rozando la mejilla sonrosada de la mujer, quien recién supo que él sí estaba dispuesto a asesinarla, así que echó a correr desesperada por el extenso pasillo. 

        — ¡Voy a matarte, maldita asesina!

        Las luces del techo parpadearon. La mujer volteaba la cara demudada constantemente, sin soltar el vestido rojo que sostenía en el brazo derecho. 

        — ¡Ven aquí! —bramó él— ¡Por qué los mataste!, ¡por qué! ¡Eres la matriz!, ¡no debiste matarlos!, ¡no debiste!

        Otro estruendo remeció la casa. La mujer lanzó un quejido y empezó a cojear. La bala le había perforado el muslo izquierdo. Pero, ella siguió aferrándose a la vida, porque no había hecho nada malo al seguir la lógica de las relaciones sociales, consistentes en matar  niños, considerados estorbos para los adultos que alguna vez también fueron niños. Otro estampido le hizo pegar un brinco y se desplomó de bruces. Pese a ello, siguió huyendo a rastras. 

        — Sigue arrastrándote como un gusano repugnante, maldita… 

    Roger  caminó a pasos largos hasta clavarse encima de ella, quien le miró con los ojos desmesuradamente abiertos. 

        — Solo sigo el lineamiento de la vida. Destruirnos entre todos, más salvajes que los animales, y sobrevivir y sobreponerse a los demás. Los niños no entran en las reglas implícitas establecidas por el sistema cibernético en el que vivimos —explicó ella. 

        — ¡Estás loca!, ¡loca!

        — ¡Basta!, ¡dispara e igual seguirás los lineamientos de la vida y las leyes del sistema cibernético en el que estamos sumergidos! ¡Dispara!, ¡y nada cambiará!, ¡tampoco tu rostro de monstruo idiota!, ¡ni el lloriqueo de esos niñatos que surgieron de esta matriz! ¡Seguirán llorando en las noches antes de volver a ser liquidados! ¡Dispara!

       Roger apretó los ojos y haló reiteradamente el gatillo. Los truenos se sucedieron como una sinfonía horrorosa que escarapeló incluso la apacibilidad de la desolación enfundada en la casa de tres pisos. 

    Mientras retumbaban los disparos, él gritaba y alguien más lo hacía junto a él, llamándolo por su nombre. 

        — ¡Cálmese! —Lograron inmovilizarlo en su cama. 

        Sobre él, inmovilizándole los brazos, se hallaba un individuo de escasa cabellera canosa en los bordes del cráneo, quien lo miraba sobresaltado. Detrás de este se encontraba Agatha. 

       — Roger, cálmate… Cálmate, soy la matriz, estamos creando hijos, ¿lo recuerdas? —le habló la fémina. 

        Roger no lo podía creer: otra vez estaba en la misma situación y otra vez había soñado con la misma escena macabra. 

        — Está empeorando —informó un hombre a la mujer— Deberemos evacuarlo. 

        — Háganlo —aceptó Agatha con una expresión fingida de tristeza— Háganlo… 

        Roger intentó levantarse de la cama, pero mitad del cuerpo no le obedecía, así que solo estiró el cuello y logró alzar la cabeza ligeramente. 

       — Vamos a trasladarlo, señor Roger —le habló suavemente el calvo con canas a los bordes del cráneo— Son los protocolos del sistema cibernético en el que vivimos. 




Comentarios

  1. El mundo está llenos de Agathas y Rogers, pero qué sería el mundo sin ellos, acaso un paraíso?

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