Piltrafas
Escrito por: J. Miguel Vargas Rosas
La niña patilarga miró fijamente al muñeco de trapo, quien siempre se le aparecía en el umbral de la puerta con una sonrisa afectuosa y mística. Pero, esa mañana, la niña patilarga tenía otras ideas, alambicadas e hilbanadas con infames informes que pertrechaban su diminuta cabeza. Así que extrajo un cerillo de su bolso y lo encendió, rasgándolo en el murete de la habitación.
—¿Qué haces? —inquirió el muñeco.
—Debes consumirte.
—¿Por qué?
—Tú no eres como yo, ni debes estar aquí. Eres un monstruo.
—¿Por qué afirmas eso? Ambos somos muñecos de trapo.
—¡Mientes! —se indignó la niña— ellos dijeron que yo no soy una muñeca.
—Es lo que quieren hacerte creer, porque ellos, los ventrílocuos, nos controlan.
—Y si nos controlan, tú tampoco tendrías que saber que eres un muñeco, ¿no?
—Yo me rebelé, descubrí la verdad y volví a rebelarme: por eso sé lo que sé.
—Mientes con todos los dientes.
La niña arrojó el cerillo encendido sobre el muñón deshilachado del muñeco de trapo y el fuego se impregnó en él.
—No es justo —sollozó, mientras el fuego se propalaba ya por todo su famélico cuerpo— Nos matamos entre nosotros, mientras ellos se regodean en la felicidad.
Antes de que sus signos vitales se sumergieran en la sepultura abisal, convertidos en piltrafas carbonizadas, el muñeco de trapo supo que aún podía hacer algo: evitar consumirse y mutarse en una fulgurante antorcha que iluminara la habitación donde los demás muñecos de trapo transcurrían sus míseros días, engañados desde hacía muchos años.
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