Las caras del amor (Fragmento de un cuento inédito)

Escrito por: Fernando Marcazzolo

           Una vez más el tránsito se detiene, el silbato de un policía araña sin descanso el aire, su mano izquierda gesticula en lo alto, los vehículos en la avenida agilizan su paso; en otras cuatro hileras los motorizados aguardan: dos en un sentido y los otros dos en otro.
Será en las filas de los detenidos en que por la impaciencia, el aburrimiento y la resignación, hacen amistad con choferes y viajantes, y adonde los vendedores de la calle llegarán ligeros pintando mariposas en sus labios, ofertando sus productos: agua helada, bebidas, helados, chupetes, gelatinas, frutas en bolsa listas para ser comidas, así como otras necesidades que el ingenio del vendedor ha detectado para hacer llevadera la espera de los rodantes. Los mercaderes recorren presurosos las largas ringleras, ellos no tienen que pensar en la furia del sol, ni en lo brutal del calor que los aprieta. Como guerreros van decididos, sin importarles el sudor que corre por sus cuerpos, en medio de voces que les gritan, de bocinazos que aúllan desaforados, esquivando la agresividad de los metálicos, es que luchan por su pan y sólo tienen ojos para escrutar cada vehículo, alertas al más leve gesto.
            —Clarisa, tú atenta aquí, —dijo Ermógenes antes de perderse entre las hileras.
          Ella lo mira, el semáforo está en rojo, el hombre va apuradito cargando la bolsa con los refrescos y las botellas de agua. Tiene el cabello negro y lacio que contrasta con sus ojos claros, de espaldas parece mucho más alto, es una fugacidad la que le dedica ella. Ya mismo está haciendo lo que le corresponde: acomodar trozos de hielo sobre las botellas que están dentro de la caja de latón recubierto con un material sintético por dentro, y por fuera lo protegen con cartones gruesos que ayudan a aislar la mercadería de la canícula que todo lo traga. Ni el más leve aire acude a socorrerlos del bochorno. Clarisa sabe perfectamente que no debe pensar en eso, todo su esfuerzo debe concentrarse en la empresa formada con su socio. Hace quince días juntaron todo el dinero que poseían, les alcanzó para comprar el cajón de latón, otro tanto para adquirir el hielo y por último, lo poco que les quedó, lo depositaron en una distribuidora para que les dieran mercadería y así no engancharse con el intermediario que al final les jalaba los céntimos que ellos sudaban para ganárselos. Todas sus esperanzas estaban puestas en esto, y la verdad es que hasta ahora les funcionaba.
         La policía cambia la posición de su cuerpo y el movimiento de su mano, los vehículos que aguardan empiezan a moverse, los que venden ni bien notan el movimiento se apean a los costados. Clarisa espera ver aparecer a su socio para relevarlo e ir a vender a la avenida que intercepta la carretera. A unos veinte metros de donde está lo ve aparecer, viene al trote: pobre, piensa y sonríe como queriendo alcanzarle un pliegue de brisa fresca, le hace una seña, ahora voy yo,intenta trasmitirle con su gesto. Él la ve y afirma con su cabeza, sigue marcando su ritmo, siente que el suelo quema.
           Llega adonde tienen el cajón, con la imagen retenida de ella: su cabello largo y lacio, cortado al cerquillo, ojos marrones bajo sus cejas pobladas, nariz pequeña, piel morena y ese lunar junto a su labio superior que hacen de su boca un manjar, su cuerpo de gacela, mejor no sigo, piensa. Introduce rápido en el congelador artesanal las botellas que no ha vendido, para que se mantengan. En el lugar no tienen ningún retazo de sombra donde guarecerse del agobiante calor. ¿Cómo poder dejar de pensar en ella, cuando adentro en su pecho se le hace un atado cada vez que intenta decirle eso que lo sofoca más que el agobio de fuera? Pero hoy, y lo trae prometido, se lo dirá. Recién comienza enero y la temperatura seguirá subiendo, bien por la chinita y por mí, sigue nomas gringo, arriba, eso es, más venta aunque lo padezcamos.
          Clarisa eres lo mejor que me pudo haber ocurrido después que salí del penal. Pobre de ése que salió. No sabía cómo iba ganarme los alimentos. Fue por una casualidad o accidente que en ocasiones nos depara la vida; el cobrador de la combi en que viajaba me dijo: Hasta aquí nomas te alcanza lo que has pagado ¿Qué le podía reclamar yo?, así es que me bajé. Lo primero que vi fue a las personas que se movían entre los vehículos vendiendo sus productos, los observé un buen rato con la curiosidad con que se mira un espectáculo, sin perderme los detalles más precisos. Me admiré de su destreza para detectar al trote a un posible cliente, el arte de como usan las ventanillas para entregar los productos, la forma en que reciben el pago, su gracia al dar el cambio y la pericia que tienen para eludir la marea metálica cuando se empieza a mover. Luego tuve que irme caminando a la casa de unos tíos, pero más aliviado de la incertidumbre, ya tenía una idea de cómo ganarme mi sustento.
        Una vez más el tránsito cambia, él prepara su bolsa, aunque la verdad es que quisiera sacarse las zapatillas y ventilar sus pies: ¡que rico!, imagina. Sólo espera que la chinita, su chinita aparezca. Hasta que asoma, ligera y bella, sonriéndole, indicándole con sus dedos de paloma que vaya nomás. Él también levanta su mano, como si con este ademan estuviese enviándole un beso enamorado, y se deja ir. Siente la humedad en su cuerpo, las gotas que se escurren por su pecho y espalda, la sensación de fastidio, ese leve ardor sobre sus hombros y espalda: sigue, sigue así para vender más, se da valor.
         Clarisa guarda las dos botellas que le han quedado y sonríe recordando la primera vez que vio a Ermógenes, se veía tan desvalido con su bolsita de chocolatines en la mano. Ella vendía maní confitado, maní salado, habitas saladas y un poco de chifle. Los primeros días no se hablaron y aún no recuerda cuándo ni cómo empezaron a hacerlo. Desde entonces han transcurrido cinco meses y no hace más de dos semanas se hicieron socios; la verdad es que no les va mal, están ganando su dinerito, aunque con mucho sacrificio. Él es una locomotora para el trabajo, todo lo planifica, lo anota y hasta sabe qué horas son las mejores para vender. Se reconoce que es alguien sufrido, con un corazón de pan tierno. (.....)

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