El secuestro en un inconsciente - Relato Corto

  Por: J. Miguel Vargas Rosas   

    Al despertar, el cuarto no era mío o eso creía. Relojes diminutos, medianos y gigantescos estaban empotrados en las paredes. Una puerta se bamboleaba al fondo. Varios trenes transitaban sobre sus rieles que reposaban en mesas amplias. Cuadros pictóricos colgaban de las paredes, en los recovecos que creaban los espacios entre relojes. Un Marx barbudo, un Lenin y un Mao calvo, un Márquez, un Hawking, un Einstein, Tesla, Newton, Galileo, Hegel, y muchos otros científicos, incluyendo Smith, Keynes, así como Van Gogh sin el lóbulo de la oreja, Modigliani, Mariátegui, Matisse y mis padres, mis abuelos, mis sobrinos, mis hermanos, los pocos amigos, la soledad plena dibujada en mi imaginación.       Avancé hacia la puerta, sin salir aún de mi asombro; crucé el umbral y me adentré a un espacio nebuloso, en el cual se percibía melodías tétricas, mientras la niebla espesa se alzaba desde el suelo. Al volverme en mi propio lugar, descubrí a lo lejos los cuadros de Kant, Luke, Hume, Comte, Arguedas, Scorza, Alegría, Sartre, Hemingway, Ostrovsky y otros más. Vallejo se balanceaba junto a Mayakovski, hasta que abruptamente sentí la presencia de alguien. Giré y descubrí una silueta moldeada. Encendí la linterna que sujetaba en mi diestra y enfoqué. Ella estaba ahí, sonreía, iluminando con sus ojos la nostalgia de lo irreal.  
- ¿Tú?
- No… Soy otra – sonrió y yo le correspondí. 
Me acerqué, sutilmente. 
- El tiempo se agota…
- Lo dudo, aún hay tiempo… Siempre habrá tiempo…
- ¿Para qué?
- Para todo – la miré y noté una sombra de tristeza en su faz – y tú eres el todo – sé que mentí, porque en contraste “el todo” sería el tiempo, el Dios de los Dioses, lo que equivaldría a decir que ella era el tiempo. 
- Debo irme, entonces…
- ¿Por qué?
- Solo debo hacerlo
     Se volvió y se precipitó hacia la puerta que todavía se sacudía en vaivén. Corrí, la aprisioné por la cintura antes de que pudiera pisar siquiera el umbral. 
- ¡Quédate! – le grité suplicante - ¡quédate!
Ella forcejeó; al final los dos tropezamos, trastabillamos hacia atrás y caímos al fondo de ese apartado oscuro. Mis manos la sujetaban de la cintura, y ella ya no se oponía.
- ¿No entiendes? – resopló – quiero dejarte en libertad…
- ¿Qué libertad?
- Estamos lejos – me miró con sus ojos chisporroteantes – estamos muy lejos…
- Lo sé – sonreí – lo sé, pero quédate. Contigo la libertad la he conseguido y mi libertad está en ti…
- ¿Y qué haremos?
     Para entonces había comprendido que estábamos en mi inconsciente. 
- Nos quedaremos aquí – miré la puerta que se abría y se cerraba vertiginosamente – aquí podremos detener el tiempo, solo aquí. Dejaremos esa puerta abierta para que aparezcas constantemente en mi consciente…
- ¿Estás seguro?
- Tanto como que… como que el tiempo no se detendrá allá afuera y envejeceremos y esa puerta cada vez que se abra, dejará que entre a mi consciente nuestras sombras, abrazados, liberados… 

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